El relato del paso del tiempo y los oficios

 



Creo que nunca me había pasado algo así, enfrentarme, en una misma semana, a dos versiones contemporáneas de oficios que conozco, o creía conocer, desde niño. 

 Como casi a todos, el problema del agua me preocupa sobremanera y en este preciso momento la ducha de mi baño se convierte en una versión local de las cataratas del Niágara. Busco auxilio, obviamente, de un profesional, y me encuentro en lnternet, un puñado de plomeros que ahí se anuncian, selecciono al más cercano a mi hogar y lo llamo. Me sorprende que una vez que saben de mi problema, me piden les mande fotos de las llaves de la regadera y un video de la cebolleta por la que corre el agua. Con estas imágenes en mano me dan su diagnóstico, no hay mucho qué hacer, por tratarse de fierros ya viejos hay que renovarlos y para hacerlo hay que perforar la pared y cambiar la pieza completa. Después del costo, que como se imaginan era estratosférico, me dicen que hasta dentro de un día pueden venir a resolver mi problema. 

 Desesperado hago lo que recuerdo solía hacer mi padre en situaciones semejantes: ir a la tlapalería más cercana, preguntar por el fontanero en turno, llevarlo a casa y solucionar el problema. Así lo hice, conocí a José Luis, un viejo plomero con más años de experiencia que de vida, y en un dos por tres arregló la fuga y a un costo realmente irrisorio si lo comparo con el cibernético. 

 En invierno, por cambiar algo que sí está en mis manos hacerlo, me dejo crecer la barba y durante este tiempo cualquiera podría contratarme de Papa Noel. Terminada la temporada y para dar la bienvenida a la primavera, me quito completamente la barba sin dejar rastros de ella. Este año decidí darme el lujito de ir a una barbaría, una de esas nuevas que han proliferado por todos lados, para que me hicieran el favor, el servicio, de afeitarme (aclaro que tenía muchos, pero muchos años en no ir a una peluquería o barbería o como se le quiera llamar, ya que corte de pelo y rasurada lo hago en yo mismo en casa). Como ya he contado en otras ocasiones, crecí en un pueblo de la Ciudad de México, en Coyoacán. No había supermercados (más bien una tienda de ultramarinos) pero sí un buen mercado, había una carnicería, una tortillería, una ferretería, una vulcanizadora, una botica, un sastre, una tintorería, una miscelánea, un estudio fotográfico (en realidad eran dos), y entre otros muchos servicios y comercios, incluidas la cantina y la pulquería, una peluquería, la del Sr. Navarro. 

Emocionante era entrar en este salón, solo para hombres, cubierto de espejos, con altos y complejos sillones y en especial, unas estufas en forma de cilindro donde se calentaba el agua y las toallas que se empleaban para rasurar. Ahí veías al Sr. Navarro, que quizás habría aprendido de su padre el oficio, afeitar a lo más granado de la sociedad coyoacanense, siguiendo siempre el mismo rito: la toalla caliente sobre la barba a cortar (previamente ya había manipulado el sillón para tener al cliente en posición casi horizontal), mientras preparaba, con vapor caliente de la misma estufa, el jabón o crema para afeitar; retirar la toalla y empezar con pulso firme y seguro, como cirujano caro, a quitar pelo y bello de cara y cráneo, de vez en vez, afilar la navaja con el cuero que colgaba de un lado. En una hojita de papel craft que te ponía sobre un hombro, iba limpiando, sin prisa alguna, la hoja de afeitar. Al final, una buena y picante refrescada con algún líquido astringente y quedabas listo para enfrentar con éxito el compromiso que enseguida tuvieras. Con la ilusión de repetir todo ese ritual, me fuí, como he dicho, a rasurar. Mi decepción no pudo ser mayor, en vez del JaJa o del Siempre!, había juegos electrónicos y en lugar del confiable Sr. Navarro, un joven, muy joven, se armó de valor e hizo lo mejor que pudo. Lejos quedé de una superficie facial suave y tersa y, además, todo, en tiempo récord, en menos de una hora ya estaba rasurado. Obviamente, el paso del tiempo ha afectado la manera en que se ejecutan estos dos oficios, ellos mismos se han tenido que adaptar a nuevas necesidades, materiales y procedimientos, y así debe ser, nada más lejos de mis expectativas, que esperar las cosas siguieran como entonces. Lo único que me pregunto es si no en ese paso del tiempo, en esa necesidad de ser moderno, de estar al día, ¿no habremos perdido u olvidado lo que sí valía la pena conservar?

Publicado por Milenio Diario
Imagen: piconapeluqueros.es

Comentarios

Entradas populares