Nosotros y la imagen

 

Caravaggio. Narciso.1597-1599


Hace poco, una amiga me contó la siguiente anécdota. Limpiando su casa, se topó con una serie de fotografías de ella (3 o 4) de hacía algunos años, la mayoría de las llamadas de identificación, una le pareció especialmente mala (no sé si porque estaba mal tomada o no se gustó ella misma) por lo que decidió destruirla, cosa que hizo sin fijarse y sin otra intención que deshacerse de ella; no cayó en cuenta de que lo estaba haciendo frente a su hijo de 8 años. Inexplicablemente, el pequeño empezó a llorar y culparla de quitarle una parte de su historia pasada. Mi amiga por más que le explicó que era una foto de ella, no de él, y que, por tanto, podía hacer lo que quisiera con su imagen, y que además tenían muchas otras fotografías como para que se mantuviera intacto su pasado icónico, no logró convencerlo ni calmarlo, hasta que un cono de helado de chocolate se atravesó en su conversación. 

 El evento me llamó la atención porque generalmente olvidamos que las imágenes también son capaces de despertar otro tipo de conducta, quizás ni tan racional y funcional como las que estamos acostumbrados a tratar en su relación con la verdad, la historia, la documentación, la realidad, etc. Es decir, en esta relación con las imágenes también pueden surgir sentimientos e incluso conductas irracionales de afecto, veneración, respeto, sumisión. Me recuerda aquella discusión que se tenía sobre la reacción de grupos originarios (del pasado y actuales) que nunca habían tenido contacto con la fotografía, al verla y saber que eran ellos o sus parientes y amigos, los que aparecían en el papel experimentaban, según unas versiones, temor pues no fuera a ser que les robaran el alma por este medio. Explicación más racional, no por ello más cierta, es que su sorpresa se debía, más bien, al realismo de la fotografía, un tipo de representación con el que no estaban familiarizados. Como sea, la historia está llena de casos en los que la relación, digamos anímica, sentimental o afectiva con la imagen, provoca consecuencias inesperadas. Pensemos, por ejemplo, en el desgraciado Narciso, que murió ahogado al sentirse seducido por su propia imagen reflejada por las aguas del estanque en que se contemplaba. 

 Aquel que miraba fijamente su imagen reflejada en los ojos de Medusa, irremediablemente terminaba convertido en estatua de piedra. Y ya que hablamos de espejos e imágenes reflejadas, hay que recordar que este, el espejo, ha sido considerado como el puente que nos lleva al otro lado de la realidad (Alicia a través del espejo), o bien que la imagen reflejada es un medio para conocer la verdad, la cual está o queda impresa en la imagen. Algo semejante ocurre con Dorian Grey, el personaje de Oscar Wilde, que transfiere a su imagen el paso del tiempo, que sea ella la que sufra los embates de los años, mientras él se conserva, joven y bello, con la lozanía de la juventud. 

También, durante el siglo XIX encontramos otras curiosas formas de reacción ante las imágenes fotográficas, por ejemplo, el muy célebre Charles Baudelaire, de quien conservamos extraordinarios retratos, creía que cada que posaba frente a una cámara, el resultado era que perdía o le era arrancada una especie de capa que era la responsable del retrato. Fotografía tras fotografía constituían capas semejantes a las de una cebolla que iban quedando fijas en el retrato obtenido, de ahí que no fuera aficionado a ser retratado, pues temía se le acabaran las capas de su alma y no pudiera ser retratado de nuevo. Es también este siglo en el que aparece con su amplia variedad de formas la fotografía de fantasmas o muertos, es decir, la imagen fotográfica como medio entre el mundo de los vivos y el del más allá. 

 Esta doble actitud o tipo de relación que podemos tener con las imágenes, si nos fijamos bien, puede trasladarse a la disputa entre iconódulos e iconoclastas. La lucha emprendida durante los siglos VII y VIII en el seno de la iglesia cristiana de oriente que culminó con su separación de la Romana. El tema es aparentemente simple, aunque terriblemente complejo por todas las ramificaciones que tiene. Para el iconódulo la imagen no solo es la representación de lo sagrado, sino que de alguna manera es lo sagrado en sí mismo, adorar las imágenes es adorar a lo representado. El iconoclasta, por su parte, niega tal relación y se opone tajantemente a que las imágenes sean adoradas, al grado de preferir destruirlas antes de caer en el pecado de la idolatría. 

 Para muchos, una imagen es más que una representación sobre un soporte, también es el lazo que permite la empatía y solidaridad con situaciones y personajes con los que jamás se ha interactuado, es también la responsable de la emoción que se vive al volver a ver la imagen del ser amado (tu retratito lo traigo en mi cartera), y es la que te otorga la certeza de tu pasado.

Publicado por Milenio Diario
Se puede leer también en www.artes2010.wordpress.com
Imagen: alponiente.com

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