Poderosa la pintura es
Cualquier
referencia a la Segunda Guerra Mundial nos recuerda los dos sucesos más
trágicos que nos hayan sucedido como especie, el Holocausto contra el pueblo
judío, y las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. A pesar de su brutalidad
y haber demostrado el deterioro y decadencia que se puede alcanzar como
humanidad que somos, seguimos amenazándonos con armas nucleares y cometiendo
las mismas aniquilaciones sistemáticas por razones de sexo, religión y/o raza.
Es por ello que no podemos dejar su denuncia y de recordar, cuantas veces sea
necesario, lo sucedido en Alemania al mediar el siglo XX. La cicatriz que nos ha
quedado como resultado de la llamada solución final, deviene, hoy día, en el
símbolo cruel contra el cual se debe luchar y buscar, por todos los medios
posibles, nunca más se repita (aunque, de hecho, se siga dando).
Creo me bastan los dedos de ambas
manos para presentar las exposiciones en las que encuentro en perfecto balance
y correspondencia el concepto de exhibición, el tema a presentar, los objetos
que la conforman y la o las técnicas empleadas en su producción, los recursos
materiales a través de o por los que se ha convertido en realidad dicha
exhibición. Una de estas diez o quince muestras lo es, sin duda, Azul de Prusia de Yishai Jusidman, que
se exhibe en el MARCO desde fines de abril (abierta al público el día 27).
Cuando me refiero a la correspondencia
y balance que debe, o mejor dicho, que debería existir en toda muestra me
refiero, por ejemplo en esta, a la reflexión inicial a la que nos lleva su
título, Azul de Prusia, término
técnico que tiene, a su vez, una historia particular que también se enlaza con
el tema de la exposición, y que es el tono de azul que prevalece en todos los
objetos que se exhiben, a la vez que, simbólicamente, es el que los anuda con el
rastro dejado por el uso del gas Zyklon-B, con el que se envenenó a cientos de
miles de personas; el resultado final son las formas que ocupan los soportes
exhibidos y que, por esta combinación, nos sitúan directamente frente al tema
central de la muestra: las huellas visibles, materiales y espirituales del
Holocausto.
La exhibición se compone de tres
apartados que pueden leerse en el orden por el cual se haya accedido a las
salas donde se presenta. Si seguimos el orden, digamos, natural, la sala de
inicio presenta dos grupos de objetos, representan la ausencia, lo que ya no
está, pero ha dejado una huella, un rastro de su existencia, merced al cual lo
conocemos y echamos de menos su presencia. Uno de estos grupos son los trapos,
las telas empleadas por Jusidman en el proceso de pintar, son las que conservan
el número de veces que limpió este y aquel pincel, donde borró y corrigió partes
del lienzo que pintaba, donde ensayó una mezcla de colores, son, si se me
permite la comparación y porque además así están presentados, versiones del paño
de la Verónica. Toda esta primera parte es una metáfora de la pintura y los
efectos contemporáneos del Holocausto.
El segundo apartado está formado por
pinturas, casi fotográficas, de las terroríficas cámaras de gas, detalles de
las mismas y de su entorno. Auschwitz, Mauthausen, Treblinka, Birkenau, los
nombres de la bestia en la tierra, entre nosotros. Sobrecogedor silencio y
soledad que se acentúan por el uso impersonal del color; no se trata de
representaciones testimoniales sino de algo que va más allá de las imágenes
Completan la tercera parte de la
exhibición, grandes lienzos de un profundo azul de Prusia que podríamos pensar,
a primera visita, son negros, pero que por uno de sus extremos (arriba o abajo)
asoman rastros del color de origen. Por su tamaño y factura es imposible no pensar
en la Capilla Rothko y sus posibles connotaciones. Son la muerte, el momento en
que el alma abandona el cuerpo, pero son también el duelo y la esperanza de
resurrección.
Todas las pinturas de la segunda
parte tienen como referencia fotografías que el propio Jusidman ha tomado, o
que se encuentran en sitios públicos o especializados en el tema. Las fotografías por sí mismas son
aterradoras, fueron los primeros testimonios visuales de lo que ahí se había
perpetrado; a pesar de los esfuerzos de quienes las tomaron por mantener la
objetividad que demandaba el tema, es posible ver en ellas el horror que
provocaron en sus autores. Es decir, la imagen fotográfica por más neutral que
haya intentado mantenerse deja ver, y en eso consiste su devastador efecto, lo
que debió ser el encuentro con algo hasta ese momento inconcebible. Las
pinturas de Yishai Jusidman, no tienen esa carga, pero golpean más fuerte, son
inmisericordes. Las fotografías que conocemos de estos lugares, tanto de hoy
como las históricas, son el resultado de tres lecturas, la hecha por la cámara,
la del fotógrafo y la nuestra. En el caso de la pintura y más de esta clase de
pinturas sino es que solo de estas pinturas, es que son la consecuencia de una
muy meditada serie de acciones que culminan con esta exposición. Algo así, con
tal premeditación y contundencia sólo lo puede lograr la pintura, de ahí su
fuerza y poderío, su efectividad.
Publicado originalmente en Milenio Diario
Se puede ver también en www.artes2010.wordpress.com
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