¿Qué le ha pasado al arte?

Antonio Ruíz, el Corzo, Autorretrato. 1956
Arrancar una discusión con esta pregunta es un mal inicio. Si se buscan respuestas válidas que ayuden realmente a comprender un fenómeno, un hecho, un acontecimiento, entonces hay que iniciar haciendo las preguntas correctas.

            Al arte no le pasa nada, permanece tan impasible y ajeno a lo que sucede más allá de los muros de museos y galerías qué difícilmente se puede pensar algo le estuviera sucediendo. Ahí siguen, sin cambios aparentes o de consideración, las Kore griegas, los estadios romanos, los iconos bizantinos, los murales del vaticano, los jardines de Monet, la duchampiana Fuente, las latas Campbells, el Guernica, los autorretratos de Frida, los móviles de Calder, la ballena de Orozco y las vacas serruchadas de Hirst, así como los espejos de Kapoor.

            Decir que lo que ha cambiado es nuestra idea de qué es el arte y cómo debe lucir este, ayuda a comprender, sin duda, aunque no auxilia mucho más. En otras palabras, se trata casi de una perogrullada, pues sabemos que el tiempo todo lo cambia, y que lo mismo podemos observar en la transformación que han sufrido nuestros conceptos del tiempo, de la evolución, del medio ambiente, de la educación, de la moda, el transporte, todo lo que hacemos y nos rodea cambia inexorablemente con el paso del tiempo, lo que no quiere decir que haya sucedido alguna otra cosa con la educación, el transporte, la política. Ciertamente ha cambiado nuestra concepción de ellas, nuestras prácticas incluso, pero el medio ambiente sigue siendo el medio ambiente, así como las enfermedades siguen siendo sólo eso.

            Parte del problema que enfrenta la pregunta inicial consiste en que se queda con la parte final de un proceso mayor y más complicado; es decir, casi siempre al preguntar ¿qué le ha pasado al arte?, nos referimos a los cambios que, a lo largo de tiempo, han tenido en su forma los objetos de arte. Obviamente no es lo mismo una venus romana que una muñeca inflable de Jeff Koons. Esto es, damos por sentado que el arte son los objetos que vemos, apreciamos, compramos y guardamos, cuando en realidad estos –los objetos-- no son más que el producto de una larga y compleja red en la que intervienen muchas otras acciones y actores. De quedarnos con la idea de que el arte son los objetos que reciben tal calificativo, contaríamos únicamente con dos respuestas posibles, una, que advierte la existencia de un deterioro o franca decadencia en la producción de estos objetos, y denuncia que hemos llegado al absurdo al admitir en el mundo del arte piezas como las latas de mierda de Piero Manzoni. Mientras que por el otro lado, se apunta a la exaltación de lo nuevo en detrimento de la historia, arte son los performances de Héctor Zamora o Gonzalo Lebrija, mientras que por aburridas y sosas han sido superadas las pinturas de Manuel Felguérez, Rufino Tamayo o Edward Hooper, por no decir las de un Carracci o Willem Heda. Si no tomamos en cuenta el mayor número posible de estas variables difícilmente llegaremos a una comprensión cabal de por qué ha cambiado y cambia la forma del arte.

            Para tratar de comprender la complejidad de este proceso, hagamos una revisión sucinta de una de las muchas variables que intervienen en él, importante y clave sin duda, pero no determinante. Hablemos de la figura del llamado artista, término que incluso ha sufrido los embates del tiempo y no aparece en la historia del arte como tal sino hasta el siglo XIII o XIV. Este sujeto ha pasado del chaman prehistórico autor de las primeras representaciones que conocemos, al modesto y anónimo artesano constructor de pirámides y mastabas, catedrales y monasterios, tallista de piedra y madera, pintor de bóvedas y claustros, al artista reconocido, al que se le exalta su obra por ser producto de su genio, de su capacidad innata, sólo para, tiempo después, ser incomprendido, menospreciado, considerado poco más que loco o un borracho, lugar del que, al paso de los años, saldrá para vestirse de revolucionario, crítico, inconforme y rebelde, enfant terrible apreciado por su excentricidad, libertad sexual, y falta de normas; de ahí a la figura que es hoy, miembro de la elite social, participe engañoso del jet set, empresario del arte. Ser artista hoy en día se explica al ver como en el pasado reciente los padres prohíban a sus hijos dedicarse al arte (si eran mujeres por riesgo de ser abusadas, si eran varones por convertirse en homosexuales), a ser alentados hoy día, ya que en una de esas consiguen una (un) coleccionista millonaria(o) que se convierta en su esposa(o). Sobre esta figura –la del artista--, se recargan, además, otras variables, como, por ejemplo, las relativas a la posición social, su educación y/o formación, ubicación geográfica, movilidad, intermediarios, etc.

            La pregunta pues, no es ¿qué le ha pasado al arte?, sino más bien cuáles son las coordenadas en las que se encuentra la producción actual de objetos que en algún momento podrían recibir el adjetivo arte, cómo la afectan –esas coordenadas a esa producción-- y hacia dónde la dirigen.

Publicado originalmente por Milenio Diario
Se puede ver también en: www.artes2010.wordpress.com
Imagen: www.piterest.com.mx


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