Episodios guadalupanos

Interior de la Basílica de Guadalupe en Monterey, N.L.



  El acelerado ritmo con que pasamos frente a la historia provoca que, en nombre de estar al día, dejemos pasar muchos acontecimientos, algunos de los cuales habría que considerar con mayor tiempo y atención. Tal es el caso del tema que hoy abordaré en estas líneas. Aclaro que a pesar de que en su origen se trata de un asunto puramente religioso, su historia, lo convierte rápidamente en tópico que acaba por convertirse en un gozne inevitable para comprender dualidades que han definido nuestra personalidad, el hecho mismo de transitar de un tema religioso a otro sociológico, antropológico, político, estético, debe ser más que suficiente para movernos a comprender y justificar cualquier acercamiento que se tenga a él, independientemente de la intención con la que se haga; nos estamos refiriendo, por supuesto, al Guadalupanismo. 

 Cuando hablamos de este suceso, que año con año, se intensifica en torno al 12 de diciembre, lo primero que me mueve a reflexionar es que el verdadero milagro iniciado hace ya casi 500 años, en el cerro del Tepeyac, consiste, por un lado, en su perdurabilidad y si esto no fuera suficiente, puesto que esta clase de sucesos suelen ocurrir en ciclos más o menos largos, si su flexibilidad para adaptarse a las necesidades religiosas, de culto e identificación ideológica, de tantos y tan diversos grupos, no solo de México sino prácticamente de toda América, lo convierte en un fenómeno único, en verdad milagroso. 

 El segundo y tercer aspecto que me llaman la atención al abordar este tema, están íntimamente relacionados. El primero de ellos tiene que ver con la historia misma de lo sucedido a Juan Diego: la participación de las imágenes en todo el proceso. Como recordarán, inicia con el carácter probatorio de la imagen impresa en la tilma del santo, documento testimonial, insobornable de la autenticidad del hecho, autentificado, además, 200 años después por la comisión formada por los entonces más eminentes maestros del arte de la pintura --José de Ibarra, Juan Patricio Morelete, Antonio Vallejo y José de Alcibar)-- encabezados por Miguel Cabrera (1695-1788) quien a través del informe intitulado Maravilla americana y conjunto de raras maravillas, publicado en 1751 da testimonio jurado que la pintura que han examinado –y que después él mismo reproduce, siendo la única copia autorizada por la iglesia (pintura que aún vemos en la Basílica de Guadalupe de la Ciudad de México)—es producto de un hecho milagroso, pues no hay, a su juicio, ningún otro lienzo pintado con la ciencia que este exhibe y que sin duda no es de origen humano. 

 Finalmente, el último punto que me gustaría exponer respecto a este tema es cómo a partir de la iconografía puesta en circulación por Cabrera, más la ya existente (por ejemplo la que acompaña al Nican Mopohua) formaron una de las vetas estéticas más representativas de nuestro país. La imagen de la virgen o de cualquiera de sus componentes son elementos de identificación casi inmediata de trabajos mexicanos ya se trate de arte popular o académico; su presencia, por los motivos que fuera, remite al conjunto o algún detalle de la historia, a alguno de sus pasajes, pero no pasa desapercibido, no deja indiferente al espectador. Todo lo que acontece más allá de una creencia, como de esta de la que hemos hablado, la convierte, como ya se dijo, en suceso que trasciende lo puramente religioso sobre el cual vale la pena reflexionar, aunque sea una vez al año.

Publicado en Milenio Diario
Imagen: es.wikipedia.org

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